Apología de las mujeres desde mi pubertad hasta estos días
Me ocurren cosas con los zapatos. La vi a ella, sin conocerla, en la calle, correr con cinco centímetros bajo su pie. Me ocurren cosas extrañas con estos zapatos. Me ocurren cosas extrañas con la anatomía de la mujer. Hace frío, mucho frío, y ellas con faldas cortas, por ejemplo. Aunque ¡excitante para los ojos!, nunca falta el necio que piense muy para adentro: ¿no estará muerta de frío?.
Son bellas dijo un transeúnte, y hacen cosas que los hombres no pueden: son minuciosas, organizadas, son detallistas.
La mujer puede correr con tacones de cinco centímetros y no se cae. La mujer mira desde un balcón y parece iluminar el edificio. Están en todas partes, desde muy temprano, en las ferias, en las grandes tiendas, en oficinas, caminan por la playa, trotan, hacen ejercicios, y lo mejor, iluminan con sus ojos cada espacio de esta tierra.
Edwards Bello (nuestro Premio Nacional de Literatura) las prefería toscas, de piernas más bien gordas, de traseros protuberantes, más bien de pueblo. Otros gustan de hembras sofisticadas, que huelan a perfumes, a cremas, que su rostro ilumine con coloretes, y ojala altas y huesudas.
Al margen que en los nuevos tiempos ellas han ocupado espacios que antes usurpaba el hombre, al margen de un chef o de un gran gourmet, las mujeres al entrar a la cocina y ponerse un delantal, parecen adueñarse de los espacios, de las paredes, y dan el sello irremplazable de calor y familia.
La mujer tiene el rostro de la tierra y su fecundidad, pero al mismo tiempo busca amar y que la correspondan. No aceptan no ser amadas y a la inversa, no soportan no amar a quien tienen a su lado. Son miles y miles de poetas y narradores que han dedicado letras y más letras al tema de la mujer. Es posible que en «Madame Bovary» de Gustave Flaubert (1857), se enmarque en mejor forma lo antes dicho.
Desde niño siempre imaginé en sueños a la mujer transitando por orillas de playa, vestida de atuendos vaporosos frente al viento marino. Eran sueños repetidos e interminables. En 1971 fue el año en que por vez primera tuve sentada a mi lado a una fémina. Ocurrió en un liceo mixto del norte de Chile. En la ocasión pude mirar sus ojos de cerca, las gesticulaciones, los labios, sus dientes. Supe de sus gritos enmarañados en tardes calurosas. Antes, participando de un viaje de fin de año en un liceo sólo de varones, nos trasladamos a las costas de Chanavallita, frente al desierto, y tuve otra visión. El sitio era hermoso y solitario, donde sólo las gaviotas y el viento del océano nos entregaban una sensación de paraíso.
Los estudiantes habían instalado carpas a orillas de playa. Más allá cajones repletos de bebidas y mucho comestible. Más al fondo varios neumáticos para hacer fogatas en la noche, en esa noche calurosa del desierto. Casi al atardecer, en esa hermosa bahía con una sola casa en la costa (ahora transformada en caleta de pescadores), vi asomarse al balcón de la vivienda una figura femenina. El sol desvaneciéndose le daba un aspecto casi celestial. Yo la miraba de lejos, desde los arenales, mientras su cabello se movía con el viento costero. Es probable que los otros muchachos no se fijaran en ella. Esa visión me volvía a aletear sin ser ahora un sueño. Efraín Barquero, otro poeta Premio Nacional de Literatura chileno dice: «Me recuerdo corriendo por la orilla del mar: ando explorando grutas y persiguiendo los pájaros. De repente me asomo a una playa solitaria, donde hay una blanca bandada detenida: son gaviotas nuevas, me digo, las más hermosas que he visto. Y cuando corro hacia ellas para que emprendan el vuelo, no pueden volar: es el cuerpo de una joven dormida».
De tantos circos que llegaban al norte, muchos de éstos provenientes del extranjero y que al final por la escasez de dinero en esas zonas terminaban en banca rota, me queda otra visión extraña. Asiduo a estas carpas me atraían misterios impenetrables de todos los personajes que actuaban. No tenía más de trece años y me acercaba a esos inmensos armatostes de colores. Veía circular a los payasos, a las contorsionistas, trapecistas. Y cosa curiosa, me gustaba sobremanera la orquesta del circo. Es probable que no fueran eximios músicos, pero sus trompetas y las cajas de percusión, me provocaban una alegría sin límites. Por esos años no tenía dinero para ingresar a ver el espectáculo. Por consiguiente, me paraba largas horas en el frontis de éste, en medio de esas rejas de fierro de la entrada. Una noche fría vi salir a una muchacha rubia. Era hermosa. Se paraba en uno de los costados de la reja. Debe haber sido hija de una contorsionista, me dije. Su piel blanca en medio de las luces le daban silueta de ángel. Todos esos circos se instalaban a unos metros del mar, y ese olor de la noche marina, unida al rostro de la adolescente, parecían electrizar el entorno. Cinco noches estuve en el mismo lugar y cinco noches la muchacha angelical se paraba ahí, en el mismo sitio. Ignoro si se daba cuenta de mi observancia, pero no deja de ser curioso recordar estas coincidencias. De nuevo estos sueños con la mujer que aún no tocaba, que sólo observaba de lejos, se repetía. Un día fui al lugar para verla de nuevo. El circo se había ido y el espacio donde ella aparecía por las noches, se transformó en peladero de tierra y de piedras.
La mujer tiene cosas que el hombre, por cierto, no tiene. Junto a ella está la ingravidez, la ruptura del misterio para encontrarse con la belleza definitiva.
Hay hombres que odian el envejecimiento de éstas. Mi sincrónica visión respecto a este tema me obliga a decir, pero sin odio, que las mujeres no deberían pasar por este proceso. Me atrevo a expresar que las prefiero eternas. «Envejezcamos nosotros, mierda, ellas no», gritaba un ebrio en pleno centro de Valparaíso.
Por esos mismos años de juventud gustaba ir a los gimnasios a observar partidos de basquetbol. Ellas corrían, gallardas tras la pelota. Corrían de un lado a otro, con sus camisetas transpiradas, con sus rostros dorados y las bocas humedecidas. Ahora ellas juegan al fútbol y hacen lo mismo, pero esta vez en una cancha más grande y feroz. La diferencia con el hombre es que aportan fuerza y calidez, y una voz suave que grita con un dominio distinto al implantado por el dueño del planeta.
Al paso de los años he visto peleas callejeras donde hombre y mujer se entregan a golpizas. Penosa visión de un mundo que no conocí en mis inicios. Oliver Welden, el poeta chileno en Europa dice: «La mujer se entrega erótica al hombre que la ama. Cuál es la realidad de este Circo: que salgan luminosos los actores a la escena.»
El mundo está mal hecho, más bien el ser humano, dijo otro ebrio de la calle. Remató gritando. «La juventud debe ser más larga, y la vejez más corta».
Artistas del celuloide a quienes he citado en crónicas anteriores, han sido valientes para afrontar esta situación real. De bellezas tan grandes, hoy en día muestran la miseria de la carne. Es la ley. Enrique Lihn, otro notable poeta chileno ya muerto, dijo: «Me miro en el espejo y no veo mi rostro. He desaparecido: el espejo es mi rostro.»
Con todo, la mujer tiene la fuerza de huracanes y amplitud de raíces, de árboles milenarios. Tiene la fuerza y la bravura de los mares. Y sus ojos son la luminosidad de algo desconocido.
Y ellas tienen algo más grande que todas las cosas grandes. Son capaces de subirse a zapatos con tacones de cinco centímetros, corren en las calles, y no
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Carlos Amador Marchant
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