Cuentos de Óscar Farías
Sin duda mi amigo Óscar Farías Assen es un hombre de la calle. Aunque estos últimos años sólo lo he encontrado en la esquina de Uruguay con calle Victoria cada vez que bajando de la micro O me dirijo al Rodoviario para tomar movilización a Santiago. Óscar es vendedor de libros; y lo es en serio. La última vez me vendió una primera edición de mi Perro de Circo en la suma de $ 4.000; obligado a comprarlo. El ejemplar se lo había regalado a mi profesor de Derecho Civil, don René Moreno Monroy -porque era hermano de un poeta, nada más- en marzo de 1980. Ahora puebla una biblioteca más interesada en la Literatura, en la sureña Concepción.
Del autor puedo decirles que nació en Valparaíso, en 1950 y que ha publicado anteriormente Simplemente viviendo, en Frankfurt el año 2000. Aparece también en Antología de la locura, de Miguel Edwards, cuya primera edición es de 1994. Y, si debiera clasificar o determinar el género o la naturaleza de esta nueva obra -que ya lleva cuatro ediciones y más de medio millar de ejemplares (lo que no es poco)- diría simplemente que es una narración.
Pero esta narración involucra una serie de otras cuestiones, lo que la hacen interesante a la par de muy atractiva en su lectura. Sin ánimo de incursionar en nada -más allá de las veredas y los amables boliches donde bajarse una caña de vino- Farías nos proporciona una visión crítica y detallada de nuestra ciudad, con sus pretensiones y miserias, a través de su descripción natural y existencial -existencial sobre todo- de una ciudad pretenciosa y derrotada que envuelve, quizá sin quererlo, una fenomenal ternura en el comportamiento de cada individuo. Farías no intenta, en modo alguno, analizar las situaciones o las consecuencia y, mucho menos, darnos consejos conductuales o éticos a través de sus personajes. Porque él mismo va como la vida, atravesando veredas, sumando calles y dejando pasar los días uno a uno, así como los cigarrillos y los libros que pueblan su particular mundo.
El narrador nos describe el mundo tal como lo ve, a la misma altura y sin indicarnos, porque en verdad no interesa, el cómo debía ser y no fue. La vida está allí, frente a sus ojos; o más bien él está en ella como se está en el lenguaje. Farías hace lo que todo escritor debe hacer: describir, mostrar, exponer; jamás juzgar. Son los hechos expuestos ante los ojos del lector lo que impulsará a este último hacia alguna opinión o convicción. Se trata de crónicas, de narraciones en las que el autor está comprometido por experiencia. Puede ser su historia personal o la historia familiar de los vendedores ambulantes o establecidos en las veredas de la Plaza O’Higgins.
De quien aprendió a narrar no nos da cuenta. Pero, como buen vendedor de libros -y eso es lo que viene a hacer aquí y ahora, no se crean otra cosa- guarda imágenes precisas de historias, ediciones, portadas y nombres de autores; a los que conoce, se comprende de la lectura. Como nada, desfilan en sus páginas Dostoievsky, Sartre y Hesse junto a los inconmensurables poetas jóvenes e inéditos que circulan por las mismas veredas.
Este registro va cobrando a cada momento un interés mayor. El autor no sólo relata cuánto ha vivido; sino cuánto conoce. El PEM y el POJ, esos sistemas de explotación humana tan bien aprendidos por los regímenes posteriores a la dictadura, se fotografían desde su interior junto a la más legítima bohemia porteña que él retrata, en forma generosa, desde los tiempos del régimen militar hasta los de la Concertación. Nos cuenta: «Con el correr del tiempo, fuimos terminando la faena y llegamos a nuestros lugares de origen; la mayoría de las veces la junta de vecinos que presidía un jubilado de la armada ya que en Valparaíso hay mucho marino». A través de la observación detallada vemos en el autor, además su intención de alcanzar -con su obra- un campo mucho más amplio que su puerto natal. Describe para el que no conoce, para un supuesto lector ideal. Y eso representa una intención muy legítima, por lo demás.
Tal vez un mérito a reconocer sea la capacidad del autor para describir la ciudad a través de un aspecto de ella; o de un sector. Para él se trata del mundo y, como habitante de tal, puede describirlo y dar fe, dar prueba de su existencia. Farías es un testigo. Como tal se permite una interpretación muy particular de la historia, a ratos una pintura naif, a ratos una estocada naturalista. Y si bien esta personal decodificación pudiere no ser exacta entrega elementos historiográficos precisos; tal es la ventaja de testigo: el de ser a la vez víctima de los hechos, según nos aclara Gonzalo Rojas.
Estuve tentado por hacer comparación con Vidas Mínimas o con el Alhué, de González Vera; pero aquí estamos frente a otra cosa. Si bien en el ámbito social sus personajes podrían clasificarse como tales, en verdad cada uno de ellos cumple con un rol muy propio y determinado, ya sea por la pobreza, el esfuerzo o algún tipo general de la condición humana, como un retrato en verdad más amplio. Nuestro narrador no intenta rescatar un individuo en especial en la gran galería de retratos; más bien es un observador que nos dibuja al protagonista por acciones concretas, por signos que ni siquiera él osaría en intentar siquiera interpretar. El cuento titulado El pasaje es un ejemplo de cómo enfrentar la descripción de un individuo. No sé si Farías ha leído mucha literatura rusa o si posee un talento natural del cual ni siquiera se ha informado; pero le bastan dos o tres golpes de estilo para grabar la matriz del personaje. El hermano, quien no le va a devolver el dinero prestado tiene un solo gesto: «Se detuvo un instante molesto y me respondió ‘¡para la otra quincena!’. Siguió caminando y cerró bruscamente la puerta del dormitorio», nos relata. Eso es todo: dos pinceladas y basta.
Y volviendo a nuestra necesidad de clasificación, es parte este relato es una suerte de diario; el diario de un vendedor callejero de libros usados y de sus grandes necesidades humanas: hablar, amar, beber, conocer. ¿Para qué más? Aunque hay una página de esa personal historia que el escritor no nos relata. Lo haré yo:
A poco de divorciarme me llegó a Suecia una carta de mi amigo Óscar Farías Assen. Era una fraternal nota de amistad y de consuelo en momentos realmente difíciles de sobrellevar. Le agradecí prometiéndole invitarlo a almorzar en cuanto fuera a Chile. Sin perdón ni olvido, el escritor me cobró la palabra. Y comió de veras. Por cierto tuvo que soportar después las bromas, para nada muy educadas, de los otros vendedores de la Plaza O´Higgins. Bueno, tal vez lo relate en la próxima edición; si es que se atreve.
Muchas gracias, Óscar, y éxito en tu empresa
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