El día que Gabriel García Márquez...
delinquió en la tierra
de los vikingos
Es otoño a plenitud. Sin embargo, en
la pequeña ciudad de Jönköping los árboles se niegan a la
fascinación de los colores y a la desnudez. En el patio de la casa,
una manzana cae de la rama al pasto, vencida por el frío. En el
bosque cercano se oye el ladrido de un perro y el estruendo seco de
un disparo. La caza de alces está en todo su furor. En años
anteriores ha habido casos de balas perdidas que perforan transeúntes
y de cazadores que le echan demasiado coñac al termo del café. Aun
así, el artista plástico y periodista uruguayo Pepe Viñoles y yo
salimos a caminar por las orillas de la ciudad. Tal como acostumbro
hacerlo con los amigos que me visitan. Apenas si habíamos abandonado
la casa empezamos a conversar, para hacer más ligeros los pasos, de
la Teoría del Caos y de lo absurda que es la Vida. Ilustramos
nuestra plática con la anécdota del soldado que recibió la orden
de ultimar al Che Guevara el día que cayó prisionero en una
aldehuela olvidada de Bolivia. Aquel infeliz verdugo con el
transcurso del tiempo quedó en silla de ruedas. Sus superiores nunca
más se volvieron a acordar de él, lo abandonaron a su suerte, al
remordimiento y la miseria. Y para colmo de males, las cataratas en
los ojos le quitaron la visión. Pero una tarde escuchó que al
empobrecido barrio donde aún vive había llegado un equipo de
médicos que atendían a los necesitados sin cobrarles. Allí acudió
invocando a Dios para que lo atendieran. Y así sucedió. Un par de
días después de haber recuperado la vista, el ultimador del Che se
enteró de que el médico que lo había operado era un cubano que
cumplía tareas de solidaridad con el pueblo regentado por Evo
Morales.
Un tramo del camino lo avanzamos en
silencio. Cada uno de nosotros cavilaba sus asuntos. Pepe caminaba
despacio, las manos enguantadas a la espalda. Parecía un filósofo
socrático cargado de dudas. Por mi parte, me di a pensar en esa
profundidad que las anécdotas bien referidas son capaces de generar.
De un momento a otro resultamos hablando del día que le entregaron
el Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez. ¡De eso ya
hace más de un cuarto de siglo! expresamos al mismo tiempo. Entonces
le cuento a mi amigo que en esa oportunidad la intelectualidad de
Colombia no cabía en la ropa de lo orgullosa que se sentía. Tanto
que hasta llegó a afirmar que la Academia Sueca se había hecho
famosa al concederle el preciado galardón a Gabo.
—Si por allá llovía por acá no
escampaba —repostó Pepe Viñoles quien por esa época vivía en
uno de los suburbios de la capital—. En Suecia la euforia espantó
el frío a sombrerazos. Con ese premio le fue dado a la mayoría de
la colonia latinoamericana saborear el dulce del desquite. Un
escritor perseguido por los militares de su patria, uno de los miles
de refugiados del continente, era el premiado. Un contragolpe a esa
derrota que es el exilio. Por eso la tarde del domingo 12 de
diciembre del año 1982, la Casa del Pueblo de Estocolmo, estaba a
reventar, a pesar de que la entrada costaba 100 coronas de esa época.
Teníamos vedado asistir a la premiación oficial con reyes,
embajadores y otras personalidades; más aún, teníamos que hacernos
invisibles si queríamos entrar a la tradicional y pomposa cena de
gala del Ayuntamiento.
Y enseguida me da a entender que si
bien era cierto que muchos de aquellos felices latinoamericanos
habían logrado en el esplendor de sus luchas sociales hacerse
invisibles a las lupas de la represión, les era imposible hacer lo
mismo ante los ojos de quienes cuidan y controlan la ceremonia más
importante de la humanidad.
—Ni pensarlo —dice—, aunque si se
hubiera intentado, tal vez hubiera sido posible.
Al parecer sucedieron tantas locuras en
aquella ocasión que la racionalidad sueca, estuvo a punto de
explotar. Y no era para menos. A Gabo se le había ocurrido llegar a
Estocolmo en compañía de un tropel de músicos y bailarines cuyas
pieles ahumadas solo estaban protegidas del intenso frío por
guayaberas de fina seda y blusas de mangas cortas.
—Pero no sólo eso —recuerda Pepe—.
También García Márquez se negó a vestir el frac negro de rigor
para recibir el premio de manos del rey. Para el escritor ponerse ese
tipo de vestimenta le “traería mala suerte”, por lo que decidió
lucir durante la ceremonia el, hasta ese momento, desconocido
liquiliqui, atuendo caribeño de color blanco. Hay que imaginar el
gran revuelo que eso causó entre los encargados del protocolo. Y
como si fuera poco, se supo a media voz que llegaría un cargamento
de ron de la Habana. Un gesto oportuno de Fidel Castro, por si a
Gabito, su gran camarada, se le antojaba hacer una “cumbiamba”
con los paisanos de Strindberg. ¡Y claro que sí —pensé—, una
rumba con el sello del realismo mágico! ¿Acaso a mi compatriota no
le habían otorgado el premio Nóbel por haber sido el arquitecto de
Macondo? Ese villorrio tropical cuyos cochitriles tienen por techo
alas de mariposas amarillas, tenía que ser consecuente y trasladarse
por unos días a las nieves nórdicas. Por muy difícil y osado que
eso pareciera.
Nuestra conversación fue cortada por
el estruendo de un balazo y el chillido de un perro en la mitad del
bosque.
—Un alce menos —dice Pepe.
Y de inmediato recuerda que hace 25
años el actor chileno Igor Cantillana lo llamó por teléfono para
contarle que se estaba organizando una fiesta popular para festejar
con el mismísimo Gabo. Y quería que Pepe, que también es diseñador
gráfico, hiciera el afiche.
—Por esos días yo andaba bregando
por hacer una plaqueta ilustrada para la editorial Nordan, a partir
de la fascinación que me había causado la lectura de la novela
Mascaró el cazador americano de Haroldo Conti, un autor
detenido-desaparecido en Argentina. Había sacado la conclusión que
tanto la imaginaría de Conti como la de García Márquez era
imposible de traducir visualmente —recuerda lleno de nostalgia mi
amigo.
Pero a pesar de la conclusión a la que
había llegado, se puso a diseñar el afiche con gran entusiasmo.
Como un poseído comenzó a rodear el rostro de García Márquez con
imágenes que se le ocurrían y que fue sacando de la gráfica
popular latinoamericana: de Guadalupe Posadas, de la Lira Popular
chilena, de los Grabados brasileños de Cordel; también de los
caprichos de Goya, buscando bucear en otro de los vientres primeros
de nuestra identidad.
—Elementos esos que en mi collage iba
asociando con los personajes y situaciones de la obra del colombiano
—agrega.
A último minuto, como siempre sucede,
el cartel fue metido a imprenta y ya impreso, se pegó por todo
Estocolmo. En este punto nuestra conversación tuvo que suspenderse.
Repentinamente del bosque salieron dos afligidos cazadores cargando
en una improvisada camilla, salpicada de sangre, a un perro que tenía
una bala incrustada en una cadera. Pepe y yo nos miramos
desconcertados. Nos detenemos sin atinar a hacer nada. No es usual
ver cazadores llorando. Y mucho menos cargando perros en camilla. Los
vimos desaparecer rumbo al centro de la ciudad. Es Pepe Viñoles
quien unos instantes después de haber reiniciado la caminata, retoma
la conversación para seguir contando que aquel 12 de diciembre, un
puñado de refugiados políticos, entre los cuales se contaba él, se
dio cita bien temprano en la Casa del Pueblo para arreglar el local
donde se llevaría a cabo la fiesta con Gabo. Las escobas, los
traperos, las mesas los micrófonos, en su ir y venir extenuaron al
puñado de entusiastas. Y cuando ya casi dejaban todo listo alguien
llegó a decirles que tenían que ir a descargar un camión repleto
de cajas de cartón. Pronto se dieron cuenta de que la carga era ¡el
ron que Fidel Castro le enviaba a García Márquez! Así que tuvieron
que dejar el cansancio a un lado y ponerle manos a la obra. Debajo de
las escaleras del local se improvisó un depósito, una bodega llena
de trago de la Habana. Eso en cualquier país del mundo no sería
ninguna novedad. Pero en Suecia no solo es novedad sino delito que se
castiga con más severidad que el de la evasión de impuestos. Acá,
para dar algunas puntadas de la complicada política etílica, la
venta de bebidas alcohólicas es de monopolio estatal y el
alcoholismo es considerado enfermedad y por lo tanto se puede aducir
como causal para obtener la pensión anticipada. En ninguna parte del
reino se puede comprar bebidas embriagantes que no sea en estancos
del Estado con horarios restringidos. Siendo así, los exhaustos
organizadores de la fiesta y, por supuesto, el mismísimo Gabo,
estaban, sin saberlo —por supuesto— corriendo el riesgo de ir a
parar tras las rejas. Y si las autoridades se hubieran enterado, a
tiempo, de lo que a esa hora estaba sucediendo debajo de las
escaleras de la Casa del Pueblo, hubieran librado una orden de
captura contra Fidel Castro. Y valga aclarar que no se está
exagerando. En fin, le pido a mi contertuliano que me cuente cómo se
desenvolvió el resto de la jornada cultural de esa tarde. Me dijo,
sin perder el enardecimiento con que venía hablando, que a pesar de
que el local estaba que no le cabía un alma más, él mismo terminó
sentado dos filas atrás de García Márquez, su mujer y su
bulliciosa comitiva. Al escenario subieron niños chilenos a bailar
cuecas y Aníbal Sampayo interpretó una canción que dedicó al
popular Omar Torrijos quien hacía muy poco había muerto en un
sospechoso accidente aéreo.
—En ese instante me pareció que el
recuerdo de su amigo panameño conmovió hondamente a Gabo —dice
Pepe.
Y agrega que también cantó el popular
trovador Cornelis Vreesvijk y el cantautor sueco Tommy Körberg. De
un momento a otro el escenario se inundó de tambores y acordeones y
fuego y sensuales contorsiones del tropel de músicos y bailarines
que Gabo cargó para donde quiera que fuera durante su estadía en
Estocolmo.
—Por último, García Márquez subió
al escenario y se sentó frente a una pequeña mesa. Pidió un vaso
de agua y aclaró que antes de empezar a leer necesitaría respirar
profundo, porque su relato El último viaje del buque fantasma sólo
tenía un punto al final —cuenta mi amigo.
Pepe Viñoles hace una pausa en su
relato sin dejar de caminar. Veo cómo los aires de la nostalgia
circundan su rostro. Mete los labios entre los dientes, para
protegerlos del frío. Luego prosigue como rogando.
—Ojalá sea cierto que Gabo escogió
la lectura de ese sensacional cuento cuando Mercedes Barcha, su
mujer, le mostró el afiche que yo había hecho y que ella había
recogido a la entrada del recinto. Sospecho que en caso tal influyó
el que yo hubiera enredado en sus greñas hirsutas un pequeño
Titanic.
—¿Y qué pasó con el ron?, lo
interrumpo.
La respuesta llega sin dar espera
alguna.
—En vista de la abundante cantidad
que había, decidimos regalarle a cada asistente al evento una
botella de medio litro para que se marchara solito o acompañado a la
casa o a donde quisiera, a seguir con la rumba garcíamarquiana. Aun
así, las botellas no se agotaron. Las que sobraron, y eran
bastantes, tuvimos que cargarlas para una casa en Rinkeby y allí
improvisamos una “cumbiamba” con los que quisieron asistir. En
vano tratamos de consumir todo el trago escuchando vallenatos,
remedando a Totó la Momposina, y tratando de bailar cumbias,
contorsionados, como lo hacía el séquito de exóticos bailarines de
Gabo. El caso fue que el lunes, aún con la resaca a cuestas, me
enteré por los diarios que los asistentes a la fiesta del escritor
latinoamericano en la Casa del Pueblo, habían violado la ley sueca
al hacerse cada uno a medio litro de alcohol sin pagar el respectivo
impuesto a las ventas.
No sobra decir que mi amigo uruguayo
espantó el malestar etílico, marca Habana Club, al contemplar una
vez más el afiche de fondo azul que había colgado como trofeo al
ego artístico en una de las paredes de su apartamento. Ahí estaba
Gabo, sonriéndole. Mirándolo a través de las costillas de un pez
descolorido. Y al costado del mentón del escritor había un hombre
amarrado a un poste, frente a un pelotón de fusilamiento. Una figura
nacida de la sinrazón de Goya. Entonces fue cuando cayó en cuenta
que con esa escena comienza Cien años de soledad, la insuperable
novela del causante de la fiesta que hace ya un poco más de un
cuarto de siglo en Estocolmo superó al realismo mágico.
*Víctor Rojas, escritor y traductor colombiano residente en Suecia.
© Revista Prometeo
Publicado por
Víctor Rojas