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Retorno

Amadeus, Madonna y yo

Claudio Zamorano

Erase una vez una simple ciudad en las orillas del mar. No estaban allí las gotas de las vertientes contra las piedras ni la imagen de una nube reflejada en la noria. Era un puerto muerto en donde las lluvias de invierno arrastraban a los viejos borrachos y el sol de los veranos le pegaba a los caminantes que no tenían para un helado ni una gaseosa. No era más que una de las tantas ciudades asomadas al sur del Océano Pacífico; allí estaban la bahía, las bajadas de los cerros conquistados por el cemento, el caminar de mis amigos y sus verdades sobre el asfalto.

Con Gino Torres salíamos a aplanar calles y nos fijábamos en los culitos parados de las niñitas de clase alta a las que él llamaba burguesitas y luego comentábamos: que adolescencia más de mierda, sin un solo peso. Gino escribía poemas bajo el pseudónimo de Amadeus y ganaba premios y en las páginas de la Sección Cultural de El Mercurio de Valparaíso se le podía ver a él y a su madre recibiendo un diploma y al rato, desde el palco de la gloria, lo mandaban de vuelta para la casa, sin dinero, sin culos parados, sin blue jeans de marca. Sólo le esperaba la Avenida Alemania que en los veranos serpenteaba bajo el sol junto a los perros y los gatos y era recorrida por los choferes de las micros conduciendo como dueños del camino, tratando a la gente como seres inferiores y sentando a sus amigos mecánicos en el privilegiado lugar del copiloto, hablando alto y los pasajeros se enteraban de sus vidas privadas, de sus minitas preñadas y sus gustos musicales porque la radio iba a todo volumen y los bocinazos y las frenadas se escuchaban dentro.

Napoleón entraba en el invierno ruso en los libros de Gino Torres, los dibujos en tinta lo describían con realeza mas no lograban detallar el frío horrible de los soldados. Gino tenía varios textos de Historia y algunos eran de los 1800; y a esos los cuidaba con esmero. Un sábado por la noche Gino se disfrazó. Le cortó las mangas a una chaqueta de jeans, se echó gomina en el pelo, y nos fuimos a las fiestas de unas burguesitas. Entramos sin problema por que Gino era rubio. En la pista de baile, Gino se lanzó al suelo con su guitarra imaginaria y sus virtuosos dedos y todos aplaudimos alrededor; luego salimos al patio con un par de chicas y nos dimos de besos cada uno emparejado en su rincón del jardín, embrujados con la música que salía de la fiesta; nos sentamos un rato y hablamos del cometa Halley y luego de otros astros celestes que influían en nuestros signos zodiacales. Las chicas nos pedían volver a encontrarlas para ir al cine o ir a la playa, o para ir a jugar bowling a Reñaca. Nosotros nos íbamos con la alegría de haber besado unas damiselas educadas que añoraban ir de paseo a la costa; pero yo era demasiado pálido y demasiado flaco como para mostrarme en traje de baño. Y no teníamos dinero para el bus ni para invitarlas ni a un helado. Aún menos para llevarlas al cine. No las veríamos nunca más, y nos íbamos dejando atrás la fiesta con la música aún sonando en el aire del verano.

Gino era uno de esos amigos míos que ostentaban la condición de ser aún mas pobres que yo. Vivía en una mediagua, una casa de latones y maderas a la que se llegaba por un camino de tierra seguido de arbustos salvajes aledaños a la Avenida Alemania; se cruzaba un puentecillo de madera y ahí estaba su casa escondida. La vivienda de mi amigo parecía venirse abajo en cualquier instante; pero era firme y no le entraba ni viento ni agua y sólo golpeaban a la puerta los evangélicos y los mormones y los comunistas, y se abría rara vez; como un mundo mágico al cual sólo entraban los elegidos.

La carencia económica y esa condición de besar y huir, de leer para sufrir, de lograr amores y no concluir y el ambiente adverso -y más adverso aún para los que lo comprenden- fue convirtiéndose en el envoltorio triste de la Avenida Alemania. La vida era un obsequio barato que se agradecía con una mueca falsa. Algo se fue quebrando dentro de Amadeus; algo se fue apagando dentro del poeta y sus escritos de abejas obreras cometían el error de adelantarse en el tiempo. El silencio al que se nos permitía acceder fue callando a Gino Torres.

Una tarde, en las puertas de la Parroquia, me comunicó que se retiraba del grupo juvenil de la iglesia y de la base de las Juventudes Comunistas. Necesitaba descansar. Nos dejó en la subida de la Parroquia San Judas Tadeo y partió con un signo indescriptible en su mirada de vidrios rotos. Algo buscamos en sus ojos verdes maltratados. El Lagarto le gritó que volviera, y tratamos de hacerlo cambiar de idea. No se detuvo. En la misa de las doce más de alguno notó su ausencia. Ya no volvería a leer sus poemas en los paseos a Laguna Verde ni a bailar onda Disco en las fiestas de las niñitas de colegios privados, ni a declamar de noche desde el techo del supermercado. Amadeus se alejaba de las luchas que nos acercaban al sentido del existir. ¿Qué lo alegraría ahora que se marchaba en bicicleta por la subida? ¿Qué lo retendría si ni la Plaza Bismark con sus palmeras y sus promesas de amores de verano y de nostalgias bajo la lluvia invernal lograba retenerlo? ¿Acaso lo llamaban otros cultos? ¿Las estrellas? ¿U otras promesas de batallas desconocidas para nosotros? Sólo sé que nada sé al respecto, pues siempre me sentí un ignorante al su lado.

Un día mis amigos -católicos de día y comunistas al crepúsculo- fueron a contarme que a Gino lo habían divisado vagando por las noches, caminando por la costanera hasta Las Torpederas. Transitaba en soledad mirando hacia los astros. No me pareció raro; las estrellas y la vida en otros planetas era una constante en nuestras conversaciones. Si hasta en el techo del supermercado elevábamos una oración al cielo para que los marcianos viniesen a rescatarnos de esa adolescencia pobre. Pero nunca sucedió nada. El cielo estaba vacío y el supermercado también. No era más que un galpón que para los inviernos llenaban con damnificados de las subidas del Mapocho y para las protestas venían la policía y los sacaban a palos y con gases lacrimógenos y los bebés se tornaban morados y las familias se disgregaban en miembros que chillaban y se escondían en los patios de esas casas con complejo de burguesas de la Avenida Alemania y al acabar la noche los subían de las mechas a unos buses verdes y los mandaban de vuelta a Santiago hasta el próximo invierno y la próxima campaña televisiva de solidaridad con los desposeídos.

Parece que fue en verano cuando a Gino Torres, el Amadeus, se lo llevaron en ambulancia al Hospital San Salvador, el psiquiátrico de Valparaíso, levantado cerca de la Playa Las Torpederas, en donde el agua es tan helada que cala los huesos y cerca está la escuela de los oficiales de la Armada .

Pensé que al visitarle lo encontraría trastornado, baboso, y con los ojos desorbitados; y una camisa de fuerza. Pero me recibió bastante calmo. Llevaba un abrigo largo, y sobre sus piernas cruzadas descansaba una taza de café. Fumaba sentado sobre un diván protegido tras unos juegos de jardín que le otorgaban cierta elegancia. Y allí, con aire de dandy británico, contemplaba el horizonte y los demás pacientes le saludaban con respeto.

- Cuando me internaron me creía Dios.

- Tuviste un buen comienzo.

- Claro que sí, compadre, un muy buen comienzo. Fíjate que incluso conocí el amor. Tuve una novia, una viñamarina que estaba encerrada por marihuanera, bien bonita, con el pelo largo y liso como las minas de los años setenta y pasábamos las tardes caminando de la mano. Era todo tan bonito, compadre, como una tarjeta postal haciéndole réclame al amor. Pero la vinieron a buscar sus padres, gente de plata. No tenía nada que hacer, cagué no más. Me quedé solo, leo mis libros, riego los jardines, converso con Madonna.

- ¿Cuál Madonna?

- ¿Cómo que cuál Madonna? Esa que canta Like a Virgin. ¿Cuál otra?

- Aha. ¿Y cómo está la comida?

- No es tan desagradable como la gente cree. Lo único malo es que le echan piedra lumbre para que a uno no se le pare la corneta, tú sabes, pa’ que no se culeen a las locas.

- ¿Y no te aburrís?

- Nooo; leo bastante; estoy enfocado en el Materialismo Histórico. El Lagarto me trajo unos libros.. Y los viernes hay discoteque con música disco y rock latino. El viernes pasado, el día en que se llevaron a mi polola, yo estaba bien triste y me fui a la discoteca para subir el ánimo. Se había armado la tremenda ronda alrededor de un bailarín. Cómo será que llegaron los guardias agarrando a los huevones a palos y poniendo camisas de fuerza, tú sabís como es la represión.

- Sí poh. ¿Bailaba muy bien el loco?

- Nooo, le estaba dando un ataque de epilepsia. Tenía la cara llena de espuma, se mordía la lengua y le daban unas contorsiones. Los demás creían que era un numerito; pero se estaba muriendo. Así es la vida, con saltos y bajos; y como en todos lados, aquí hay que irse con cuidado; o morirse pataleando... Yo ando vivo el ojo... El otro día crucificaron a un huevón.

- Menos mal que vos te creiai Dios. ¿Y dónde lo crucificaron?

- En la puerta de su pieza. Ahí arribita, en esas cabañas. ¿No supiste? Si salió hasta en El Mercurio. Lo crucificaron los hombres morados.

- ¡¿Quiénes?!

- Los hombres morados. Unos huevones que andan por aquí y tiene la piel completamente morada.

A las seis de la tarde finalizó el horario de visitas. No tenía plata para la micro y me fui caminando por la costanera separada del mar por unas barandas de cemento pintadas de blanco. Un blanco intenso en algunas partes y en otras menos. Los rayados en las barandas decían Fuera Pinochet, Muera el pin 8, Democracia ahora, Abajo la dictadura, el que lee es maricón, a tu hermana le gusta la pichula. Se dejarían caer los de la municipalidad con sus tarros de pintura para cubrir los alaridos gráficos en contra de la Junta y sólo dejarían aquel que dice que a tu hermana le gusta más que comer pan. Algunos cañones antiguos y cubiertos apuntaban a las gaviotas y al otro lado de la bahía se veía Viña del Mar.

De los cabros de la plaza el Lagarto había visitado a Gino por su cuenta e intercambiamos nuestras impresiones respecto a su salud sentados en los columpios de la Plaza Bismark. El Gino está bien concluyó. Yo no estaba seguro al recordar lo que me había dicho de sus conversaciones con Madonna y las apariciones de los hombres morados que crucificaban gente. Me quedé pensativo. A la semana siguiente fui a buscar al Lagarto para visitar al Amadeus. Cuando llegué su casa estaba vacía y una señora vieja, a la que le faltaban algunos dientes, me dijo sin dejar de barrer que el Lagarto se había ido a vivir a Suecia. Me devolví pensativo para la casa y casi me atropella una micro. Saqué dinero de mi chanchito de greda y tomé un bus de color verde. El chofer ni me miró ni dijo buenas tardes. Tomó el dinero, me dio el boleto que había que guardar porque si nos dábamos vuelta en alguna curva servía de seguro. El conductor se rascó el estómago, apretó el acelerador y subió el volumen de la radio. La micro avanzaba, el motor sonaba, los perros se subían a las veredas y los gatos a los árboles. El chofer se meneaba al compás de la cumbia y los pasajeros con el vaivén de la micro al bajar las curvas. Yo aferraba el boleto en el puño y cuando abría la mano estaba húmedo y transparente. Al llegar a la costanera las gaviotas daban giros en el aire y cagaban sobre los cañones que protegían la nación; las parejas se besaban desesperadamente y se corrían mano y un tipo largo vendía helados de agua con un gorro de marinero. Sacaba los helados de una caja de plumavit y los anunciaba como si fueran un manjar de los dioses: Helao, helaítooo, fresco los heladooos. Yo iba a visitar al Amadeus a su palacio de la locura frente al mar. Al llegar al psiquiátrico nos saludamos con un abrazo y nos sentamos en el mismo asiento, en el medio de un auditorio de juegos de jardín. Estábamos conversando acerca del asesinato de León Trotsky en México cuando apareció a mi costado una mujer con el pelo cortado a tijeretazos y con algunos mechones teñidos con agua oxigenada. Llevaba faldas sobre unos pantalones de ciclista bien pegados a su piel, medias de red, zapatos blancos y unos guantes con los dedos cortados.

- Buenas tardes Madonna. Te presento a Vladimir, un amigo que vino a visitarme y es un profundo admirador tuyo- le señaló Amadeus.

- Buenas tardes, mucho gusto; soy Madonna- me saludó dándome la mano.

- ¿Compraste mi último cassette?

- El último no; pero tengo el primero- le contesté

- ¿Salgo bonita en la tapa?

- Sí, muy bonita.

- Muchas gracias -dijo ella con una reverencia. Y tras el colorido maquillaje se le achinaron aún más los ojos y con la sonrisa se elevaron sus mejillas curtidas por la pobreza de un pasado menos farandulero.

- ¿Madonna, cuándo vas a venir a Chile? -Le preguntó Amadeus.

- Por ahora no puedo ir para Chile por que ando de gira desde Temuco a Luxemburgo, Luxemburgo-Temuco. Entonces no puedo por que tengo mucho concierto y actuar en Chile me da mucha tristeza porque mi marido mató a mi hijo. Yo soy de Temuco, y mi guagüita está en el cielo. Pero mi marido no; por que le puse como diez hachazos y yo me voy para Europa. Siempre he querido conocer Italia. ¿Ustedes conocen Italia? Todavía echo de menos a mi guagüita. Me encanta ir de gira a Italia. Ahora voy a cantar y a bailar, mírame, escucha como te canto: Like a viirgin toch for de very ferst taim, laik a viiiiryin meik yu japy next tu maaaain uuuuu uu uúH.

Cuando Madonna terminó su show seguimos hablando de la muerte de Trotsky en México y Madonna, sentada a mi derecha, no interrumpía salvo para decir que si lo mataron de esa forma algo malo habría hecho el tal Trotsky.

-Salió stalinista la Madonna- dijo Amadeus

Madonna abrió los ojos y se arrimó a mí. A la izquierda, bajando la loma se sentía un tropel avanzando hacia nuestro lugar. Levantaban una polvareda al correr y desde la polvareda emergía un grupo de hombres con la piel totalmente morada. Corrían como sombras malditas burlando la luz, oscuros como puertas a otro universo. Continuaron corriendo y desaparecieron por unos matorrales a nuestra izquierda.

-Los hombres morados- señaló Amadeus con seriedad.

Madonna abrió su cartera y sacó un mono de peluche. Le hizo cariño y lo aferró a su pecho. -Los hombres morados andan corriendo porque deben saber que los van a echar de aquí, dijo.

-Tienen la piel morada por que se quitan la ropa y se tiran a tomar sol durante todo el día; los corretean para encerrarlos. Pero siempre se escapan y vuelven a alguna roca a tomar sol. Son como lagartijas; no sienten el dolor de la insolación. Los van a trasladar de aquí porque andan dejando puras cagadas, ¿No te conté el otro día que crucificaron a un huevón?

- Sí

- Se los van a llevar a Santiago. A todos los que están locos se los llevan para la capital, dijo Madonna cuando un tropel de enfermeros apareció corriendo tras los hombres de color de sombra.

Después nos miramos los tres y nos largamos a reír.

Los enfermeros me mostraron el reloj que indicaba las seis de la tarde. Se llevaron a Madonna para darle una pastilla. Ella nos dijo chao agitando su mano pequeña y mi amigo se quedó pensativo mirando hacia al sudeste. Nos despedimos. Lo sentí distante. Una suerte de complicidad ajena a mí invitaba al sol a esconderse en el horizonte de Las Torpederas. El portón de rejas crujía; no me quería ir, quería quedarme a vivir ahí. Casi me largo a llorar. Yo pertenecía a esa instancia separada de lo lógico, de las clases de matemáticas, de la pobreza y los militares inaugurando puentes en la tele. ¿Por qué me clausuraban la puerta? El candado se cerraba, las cadenas en contra del portón resonaban estrepitosas. Miré al menos unas tres veces hacia atrás mientras bajaba por el sendero que daba al mar.

Elevé una oración al cielo: Señor, sácame de aquí, llévame a otro país. Entonces un viento cálido casi me botó al suelo y yo lo interpreté como que el señor me preguntaba: ¿A qué país te gustaría irte? Y yo le susurré: quiero irme a la última frontera; y mis palabras se fueron con la brisa.



Claudio Patricio Zamorano Delgado nació en Viña del Mar, el 8 de septiembre de 1970. Reside en Estocolmo, Suecia, lugar que ocupa de escenario en su libro de relatos La Última Frontera (Senda förlag, 2013). En 2014 obtiene una beca de creación, del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, en Chile.

Publicado por

Claudio Zamorano

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