Retorno
Nuevos poemas de Eduardo Embry
Eduardo Embry Morales
Olvido sin olvidar
La onda es olvidar sin olvido,
el olvido es un sombra:
si uno quisiera olvidar,
sentado en el asiento
próximo al que conductor
el olvido conduce, acelera,
hace cambios equívocos,
se salta la luz roja,
el olvido es como aquel que piensa,
- sólo el que piensa existe-
el olvido atraviesa contigo la calle,
todo aquel que no piensa
piensa que el olvido existe,
pero el olvido en sí mismo
es una materia inolvidable,
es un caballero de pinta impecable,
entra a un café donde se habla,
se mira, se observa
la taza encima de la mesa,
la cucharita revuelve el azúcar;
pero el olvido no deja ver sus manos,
sin pensar en nada, el olvido bebe,
se marcha por una calle casi invisible,
el olvido piensa que no tiene sombra,
pero su sombra no descansa,
si el olvido se convirtiera en ceniza,
o si todos acordáramos olvidar,
los peces harían sus nidos en los árboles,
las piedras flotarían en el mar,
si todos olvidáramos por un segundo - por la vida y por la muerte,
mujer, mujer mía y de nadie,
por todo el amor que está en el aire,
los caballos y los rinocerontes
taparían con un dedo la luz del sol.
Ay, memoria, tu memoria
La casa de los Escuderos
tenía la forma de un barco,
hubiera dicho que el mar
le había arrancado su mascaron desnudo,
pues dentro de esa nave,
había una Helena,
y donde existe mujer robada
-yo me decía - hay también una Troya,
pero troya para nosotros
era un juego de tirar a las bolitas,
las bolitas eran de cristal,
los cristales de entonces eran
el rostro de mi amada,
que rodando sobre un campo liso
yo soñaba hacer con ellas
las cinco hachitas necesarias
para ganar el juego,
nadie sabe cómo se inició la partida,
desde que yo era muy pequeño
jugaba a ganar bolitas de cristal
sobre un cielo marcado con tiza,
primero se trazaba un círculo,
muchas palabras como flores,
clavos oxidados, herraduras,
cada cual ponía adentro
un puñado de estrellas
que hacíamos chocar
una contra la otra,
ay, memoria, tu memoria,
nuestra memoria, amada mía,
dime: ¿quién
era aquella Helena
que jugaba a las visitas de doctor
detrás de la casa de los Escuderos?
Leyendo un día a don Alonso de Ercilla y Zúñiga
Leyendo un día a don Alonso de Ercilla y Zúñiga,
me hice más chileno que los porotos,
y con los Milagros de Berceo
comencé a pensar
en las cosas que no caen del cielo,
y ahí, pues, quedaron atrás
los primeros zapatos de fútbol,
los paseos a Queronque,
el peligroso puente del tren
que lleva a La Calera,
el humo de bosta de animales
para espantar los zancudos;
se me han olvidado algunas
antiguas dificultades
para andar sobre patines,
la terrible experiencia de nadar
más allá de la balsa de los ex campeones,
los anillos y relojes perdidos
en casa de la abuela Eva Rosa,
esos duendes que desde entonces
amenazan con la cuerda
de colgar en el patíbulo,
y sobre todo, los versos de TS Eliot
en edición de lujo
que me llegan ahora del puerto de Portsmouth
- más o menos treinta años antes
que yo girara en círculo
para llegar al condado de Hampshire;
con los Milagros de Berceo
supe de acelerados viajes
que al viajar los cuerpos no se mueven
desbordando piernas y cabezas de familias;
mira tú, qué enigma hay en la fuerza
de atracción que tienen las cosas:
un vaso de agua se acerca
a una taza de té con leche;
los árboles crecen a la orilla de los caminos;
las casas se equilibran
con delicadeza doctoral en estos cerros;
la nueva ciencia de la genética
explica que habiendo genes
semejantes
- como el vaso de agua
y la taza de té con leche,
las personas se atraen;
todo esto es lo que he aprendido
leyendo los Milagros de Berceo;
pero el día que me encontré con
don Alonso de Ercilla y Zúñiga
me hice más chileno que los porotos.
La torre alta
Cuando el mundo era nuevecito,
sin manchas, con nubes claras y transparentes,
amarillo el sol, impecable el azul del cielo,
la gente que había en la tierra
hablaba la misma lengua;
no había inglés, francés, alemán,
árabe, ni castellano,
los sordomudos no tenían que usar las manos
para hablar con los demás,
limpio era el mundo de apariencias y obstáculos;
para decir “hola, qué tal”, había una sola palabra
común para todos,
y un solo sonido, suave, cortés,
atento y fino
para decir “apúrate”,
una sola palabra, que sonaba como
un trapo que cae al suelo, para decir “estoy cansado”;
cuando el mundo era nuevecito,
la gente que vivía en la China o en el Japón
podía hablar con aquellos que vivían en la Gran California,
todos en el mundo hablan una misma lengua,
y eso era así, porque el mundo recién hecho
era un mundo sin manchas,
claras eran las nubes, amarillo intenso era el sol,
e impecablemente azul era el cielo.
La mano entera con sus cinco dedos abiertos
Después de la aparición del dedo grande en el cielo, sucedió
la mano entera con sus cinco dedos abiertos
como la melena de un león
o como un hisopo de afeitar ya gastado
de ancianos que ya no existen,
después de la aparición del dedo grande en el cielo, sucedió
la mano entera con sus cinco dedos abiertos
que en coro me decían
los errores son partes naturales
del proceso de pensar,
sólo aquellos que piensan cometen errores,
por eso un cielo despejado
puede ser un cielo mentiroso,
pronto llegan las nubes
cargadas de perros y gatos
la nieve, en la falda de los cerros se equivoca,
las hojas, cada vez piensan más en nosotros,
todo el otoño es un gran equívoco de la naturaleza,
hasta los ríos cometen grandes errores,
sin indulgencia
se precipitan al mar,
pero mi corazón que está contigo,
no se equivoca.
Publicado por
Eduardo Embry Morales
Eduardo Embry Morales