José Ángel Cuevas y el cadáver de un país
Bajo el sello de Black & Vermelho, preocupado por la más reciente poesía latinoamericana, aparece Lírica del Edificio 201, del ya no tan joven José Ángel Cuevas. Su estética de la derrota y el señalamiento de los vicios que han convertido a este país en un territorio sin valores ni símbolos -y en beneficio del mercado y los mercaderes- se recoge en estas páginas aparecidas a mediados del año 2007. El gesto político de los editores es más que evidente.
El escenario es el patria del letargo. Sobre él una gran masa circula cabeza gacha en beneficio de quienes detentan el poder. No es Wells; es Chile. Los cadáveres que bajaban por el Mapocho hacia el despeñadero de la memoria fueron la metáfora del país que venía, del desproyecto nacional, de la desrregularización de lo ético, sobre todo del fracaso individual de cada chileno derrumbándose en su propio territorio. Esa es la imagen que rescata y hace suya el poeta José Ángel Cuevas en su Lírica del edificio 201, como en toda su poesía anterior.
El título bien podría señalar la barraca donde yace prisionero nuestro espíritu en algún folklórico Gulag. El silencio en que el país se oculta y descompone en beneficio de sus despostadores y de los comerciantes es el arma más conveniente para aquellos. Aquí en apariencia no ocurre nada sino la democracia; palabra secreta que al mismo tiempo sirve para ocultar a una dirigente mapuche en las cárceles del sur o impide al poeta Eduardo Embry hablar en el acto de los socialistas chilenos en Londres (que diga sus poemitas, no más; esos que hablan de la lucha contra la dictadura. Porque del Chile de hoy, compañero, no se puede hablar; no sea un líder negativo, ya sabe, resulta antidemocrático). De este país habla Pepe Cuevas; pero en un libro publicado en Buenos Aires, para no molestar a ese el intocable concepto de gobierno del pueblo, alguna vez descrito por los griegos.
Quien observa el territorio es un ciudadano común. El poeta, a lo Parra, ha bajado del Olimpo; o como al autor le gusta presentarse, se trata de un «ex poeta». Desde el Edificio 201, un block de población obrera de seguro donde ha establecido su zigurat, ve circular esa existencia ajena del todo: «veía pasar hordas de oficinistas y dependientes (como yo)/ fumando. Nací en el pobre Chile/ el sangriento Chile/ yo comía pizza y miraba/ tardes enteras el bullir de las calles desde mi trabajo».
No son tiempos para vates ni para héroes. Estos necesitaban un piso ético y exigir tal sistema de valores resultaría ahora una simple estupidez, una bobada. El poeta no es ni podría ser un iluminado, «sino al revés/ es el emisario de un país vencido/ impago/ tartamudo,/ alguien de los sectores medios/ que ninguna mujer desearía como amante (...) En cuanto a su trabajo/ el poeta dice que No tiene la pretensión/ de escribir algo nuevo (...) Dice que si algo sale bien:/ Es pura coincidencia». Tampoco los otros, los designados para ese rol histórico, lo son ahora. Los mismos comunistas del barrio, entonces perseguidos, «se hicieron los tontos cuando entramos/ al restaurante donde comían./ Bajaron la vista/ y no nos convidaron ni un cochino trago».
La estética de la derrota no se reduce a una mera queja. Es la descripción del medio. Y al observar la miseria a través de un periscopio, nos la entrega con una profunda ironía, cuando no una burla directa a la pretensión del «proyecto país» emprendido por la Concertación. No menos tonta que la pro fascista «Argentina potencia» del peronismo tardío y otros lemas inutilizados por la historia. El discurso político del poder siempre ha sido, por lo demás, un medio para reemplazar la ausencia de realidad.
El habla donde transcurre el discurso de Cuevas es de orden público. Su lenguaje corresponde al de un chileno santiaguino que viene de vuelta de todo y que, sin embargo, es sorprendido día a día por el absurdo cotidiano. Es el habla de «los exonerados, los débiles, los feos, los que botó la ola, los enfermos, los ciegos, los sin dientes, los pasados de moda», es decir, los desarraigados de las aceras ciudadanas, de aquellos que no se subieron a la carroza de la vistoria y no encontraron sino miseria tras la repartija de puestos y prebendas. Porque fuera de la manada, en esa metrópolis cualquiera se muere de hambre. Se trata, en definitiva, del mismo discurso recogido con vigor en Restaurante Chile.
Como bien señala Raúl Zurita en la mencionada antología, su poesía tiene un profundo significado moral. Cuevas señala, indica, pone el dedo en la llaga, ahí donde más duele a los capataces del capitalismo. El oficio del poeta, para este autor, es precisamente aquel. El poema final -que lleva ese mismo título- es una declaración de principios: «Piden que no se les hable más del pasado/ que un artista debe producir novedad (...) No y No./ El poema en algún momento puede preservar/ hacer cariño/ echar viento al cadáver de un país.»
Cuevas es necesario, imprescindible en el recuento del discurso lírico nacional. De allí que jóvenes editores bonaerenses lo hayan captado en beneficio de los lectores en nuestra lengua. Su obra, más allá del significado político inmediato, conmueve por su intensidad, su precisión lingüística, su abierta significación y, tras todo ello, por un estilo que le es propio y que ha sido intensamente adoptado y defendido por sus seguidores.
Bajo el sello Libros La Calabaza del Diablo se editó «Autobiografía de un ex-tremista», sus crónicas y memorias. Es su propio Recordando con ira; aunque John Osborne se le adelantaría a una época al representar con la compañía English Stage Company, en Londres, en mayo de 1956, su celebrada ópera magna. La imagen de Cliff Lewis, interpretada por Alan Bates, daba cuenta de la cólera germinal contra el reordenamiento del mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Y este espectáculo de odio se haría carne, medio siglo después, tras la miseria del discurso contemporáneo.
Esta magnífica reacción en contra de la chatura dominante es reflejada en esta Autobiografía de un ex-tremista. Su desconsolada visión tras tres o cuatro décadas de historia, alcanza asimismo a tres instantes significativos: el Gobierno Popular, la dictadura y el régimen concertacionista. La desazón va del brazo de la ironía tanto como la derrota acompaña a la rebeldía. El mismo uso del término extremista en el título resulta una burla tanto para la asustadiza autoridad cuanto para quienes pusieron su existencia al borde y fueron por ello encarcelados o asesinados. El autor no es más que eso, un poeta que ocupa el término en el sentido más literal. Y para ello cita al gran Foucault: «El extremista es el que pone su cuerpo a disposición».
Ex poeta, ex profesor de filosofía y ahora extremista, Cuevas recuerda sus inicios en el Instituto Pedagógico, luego de unos meses en la Escuela de Derecho, junto a los de su generación, los poetas Jorge Etcheverry y Naín Nómez, Jaime Silva y Bernardo Araya –quien falleciera hace poco en La Serena bajo el nombre de Tristán Altagracia- Manuel Jofré y Erick Martínez, César Soto y varios más. Pero más que universitario se considera un tipo de la calle: «Desde niño trabajo como ayudante de mi padre, que va a arreglar máquinas de escribir en industrias, curtiembres, molinos». Pero todo desaparece violentamente tras la barbarie del 73. «Mis amigos poetas del Pedagógico –cuenta- se asilaron (…) Hubo matanza silenciosa, aniquilamiento, calles vacías, en manos del Ejército de Chile».
La secreta resistencia contra cultural comienza a trabajar silenciosamente por aquellos años absurdos y sin sentido. En San Gregorio los más miserables lo invitan a comer perro asado en tanto Carlos Cabrera habla de la Escuela de Frankfurt y Jorge Teillier se instala en la segunda mesa de La Unión Chica, en calle Nueva York 11. Hay recitales clandestinos de poesía y la ciudad, describe, es un inmenso vacío sin información de prensa, de televisión, sin nada.
La redacción de Cuevas es entrecortada, jadeante; sin duda escribe como poeta. «Ha muerto la ciudad» sostiene; entre 1979 y 1982 recuerda soledad, terror, total sometimiento de las instituciones a manos del fascismo. En tanto la Agrupación Cultural Universitaria y la Iglesia Católica apoya las actividades literarias; aparece el Colectivo de Escritores Jóvenes y la Unión de Escritores Jóvenes. La Sociedad de Escritores de Chile es un bastión de lucha a manos del Partido (lástima que se olvidara después de entregarla a sus legítimos dueños). Afuera pululan agentes, vendedores del nuevo sistema de pensiones –una estafa pública y un robo al Estado- topless, falsos enfrentamientos. Hay «fiestas televisivas de Santis y Vodanovic»; se instala, para quedarse, la estupidez en la pantalla y en la cabeza del pobrísimo pueblo televidente.
Durante los 80 se concreta el asalto al Fisco y los saqueadores quiebran o venden su tajada de país al extranjero; pululan las quiebras, se generalizan las protestas contra la dictadura y los asesinatos más violentos reaparecen en la prensa. El poeta vaga cesante por las calles del gran Santiago y habita los bares de Chile a los que describe como el reino de la locura. El camino continúa sin rumbo y las figuras de Armando Rubio y Rodrigo Lira se esfuman en la tragedia. El Bar La Unión continúa siendo el centro de la civilidad nacional. Llegan los 90 y junto a la década aparece una supuesta democracia. Los poetas se reúnen en Viña del Mar, en Juntémonos en Chile, y muchos retornan al país, ilusionados.
Una tercera parte, «La post», bautiza a los años 90 en un aparente juego de palabras. Se trata de la posmodernidad, la mezcla de lo crudo y lo cocido en un solo panqueque; pero también de la «posta», la verdad, según se dice en el habla local. El recambio es absoluto; la memoria reemplaza al olvido, la mediocridad se hace carne durante la Concertación.
Ya no hay ninguna esperanza; todo se convierte en farándula, en joda, en representación de algo. El poeta resuelve lo siguiente: «Que cierro el capítulo del delirio total de esta nación de la que formé parte durante años, con una inmensa música y locura callejera». No vale la pena continuar; el país ha desaparecido y la obsesión sobre el ex-Chile parece no tener sentido ya. Sólo quedan los poetas y sus poemas: Gonzalo Millán, Hernán Miranda Casanova, Elvira Hernández, Raúl Zurita, los que vienen. El pueblo, en tanto, elegirá en su supina ignorancia a la extrema derecha, en busca, tal vez, de una salida, de algo, de nada.
Publicado por
Juan Cameron
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